En Contexto #2: (Des)afectos
La política no está compuesta sólo de discursos, sino también de afectos. Hoy, en mitad de una pandemia, el Estado no sólo está manejando una crisis viral, sino también el impacto que tiene ésta sobre el campo de lo sensible. El COVID-19 se manifiesta y afecta no sólo en el aspecto fisiológico y biológico del cuerpo, sino también en sus afectos: las emociones y las formas en cómo las vivimos de manera colectiva e individual.
Hacia finales del año pasado La Tercera publicó un reportaje titulado “Un año de emociones intensas”, en el que analizaba la pandemia desde los afectos y lo sensible. A un año de que todo a nuestro alrededor cambiara, el camino afectivo recorrido es sinuoso: desde la incertidumbre, el miedo, la impaciencia, la esperanza, la rabia, hasta hoy, en mitad de nuestra “segunda ola” de contagios, la desesperanza.
Otra palabra para describir la situación actual es, quizás, “depresión”. En su sentido literal, pero también en forma metafórica. Franco Bifo Berardi, filósofo italiano contemporáneo, parafraseando a Félix Guatarri y Gilles Deleuze, describe la depresión como un estado de “desactivación del deseo”: “Cuando uno ya no es capaz de entender el flujo de información que estimula su cerebro, uno tiende a desertar del campo de la comunicación, a desactivar la respuesta psíquica e intelectual”. En cierto sentido, la depresión entendida como una disposición de desafección, una en la que los afectos y las relaciones con otros, la dimensión de “lo sensible”, se apaga.
Franco Bifo Berardi, filósofo político italiano.
Hoy las cifras de contagios suben, se acumulan, se repiten, pero no producen nada. La muerte pasa de forma aséptica, muda e invisible. Ocurre en hospitales y sólo se representa en cifras. Paradójicamente, esta comunicación constante no logra afectarnos, solo aturdir y adormecernos. Como reflexiona Rodrigo Karmy, filósofo chileno, lo que producen estas cifras incesantes es que “invisibilizan no el fallecimiento sino la dimensión sensible que nos ata alegremente a los otros, al afecto que nos envuelve”. La muerte no afecta, no conmueve.
Por el contrario, las cifras y el bombardeo de noticias conducen, muchas veces, a dos disposiciones afectivas: la indignación impotente de ver que hay quienes constantemente no cumplen las reglas o el deseo de escapar y, simplemente, desconectarse. “Cómo la nada se convirtió en todo lo que deseamos”, se titulaba un artículo en la revista del New York Times lanzado a principios de este año, en el que se describe, a través de un análisis de la cultura popular, este deseo de nada. Un deseo por una “impermeabilidad afectiva” ante la pandemia.
A esto se agrega el hecho de que, ya sea por el sistema económico, la falta de tiempo o la razón que sea, hacía tiempo que vivíamos los afectos de forma privada y personal. Mark Fisher, filósofo y crítico cultural inglés, señala en su texto “La privatización del estrés”, cómo progresivamente la depresión o la salud mental se comprende como una instancia individual cuyo entorno, pocas veces, es tomado en cuenta. “El foco en las deficiencias de serotonina como la supuesta “causa” de la depresión deja en las sombras algunas de las raíces sociales de la infelicidad, tales como el individualismo competitivo y la desigualdad en la redistribución del ingreso”, afirma.
Mark Fisher, filósofo y crítico cultural inglés
La individualización de la vida afectiva es estéril para enfrentar nuestra situación actual: si la pandemia demostró algo es nuestra ineludible ligazón. No podemos vivir la enfermedad a solas, no podemos enfrentarla a solas. Nuestra capacidad de conmovernos o de ser afectados por el sufrimiento de otro es necesaria y nuestra sobrevivencia depende de ello. La apuesta es, en palabras del filósofo argentino Diego Sztulwark, una resensibilización del campo social. Poner en común los afectos y lograr darle espacio a una palabra que despierte el tejido común a través de los afectos y nos permitan volver a estar con otros aún a la distancia.
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